26 enero 2009

La droga tiene libertad en prisión

La falta de medios de control y de personal impiden a la institución penitenciaria evitar la entrada y el consumo de sustancias en el centro


La muerte de un joven en
el interior de la prisión de Córdoba al parecer por sobredosis, ha vuelto a sacar a relucir uno de los mayores problemas para el que aún no tiene solución la institución penitenciaria, la entrada, tráfico y consumo de todo tipo de drogas.

La realidad que cuentan muchas de las personas que han trabajado o incluso trabajan dentro de la prisión de Alcolea es que el cannabis, los tranquilizantes, la cocaína y las anfetaminas caminan con total libertad por sus celdas, baños, patios y otras instalaciones. “Droga en la cárcel hay y mucha”, asegura una de las personas que en este momento entra y sale a diario de allí para hacer su trabajo. De hecho, añade otra, “para muchos incluso resulta más fácil comprar allí dentro que fuera”. Es más, para el delegado sindical de CSI-CSIF en la prisión, César Torres, al igual que para muchos de sus compañeros, la instalación penitenciaria “es un reflejo de la sociedad que hay fuera y hay la misma droga que en la calle”.

Tanto es así que la última encuesta sobre Salud y Consumo de Drogas a los internados en instituciones penitenciarias de la delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas publicado en 2007 se refleja que la tasa de consumo diario de cannabis ronda el 27 por ciento de la población recluída, la de cocaína es de un cinco por ciento, muy superior al 1,6 que se registra en la calle, y la de tranquilizantes sin receta médica alcanza un 47 por ciento de ellos.

Ahora bien, la pregunta es sencilla. Si las sustancias psicoactivas están prohibidas dentro de las instalaciones penitenciarias, ¿cómo entran? ¿cómo se distribuyen en su interior? ¿cuándo se consumen? y ¿qué consecuencias tiene?



Controles de acceso insuficientes

Las formas que la droga tiene de colarse en la prisión de Alcolea son muchas y de hecho cualquier persona que entre y salga al exterior puede introducirla, asegura el representante de la Asociación Pro Derechos Humanos en Córdoba, Valentin Aguilar.

De hecho, aunque todos los familiares tienen la obligación de pasar por el escáner, los cacheos y registros son aleatorios. Además, “muchas de las visitas traen la droga escondida en el interior su cuerpo y no tenemos forma de detectarlo hasta que no se lo ha dado al interno”.

En ocasiones son los familiares del recluso al que le conceden un vis a vis quienes encuentran la forma de esconderla sin que los controles de acceso a la prisión la detecten. Utilizan todo tipo de artes. Tanto es así que según las fuentes, se han llegado a encontrar sustancias camufladas en el pañales de un niño pequeño o en la papilla de su biberón.

Estos escondites, asegura César Torres, pueden pasar desapercibidos para el funcionario que se encarga de hacer el control de acceso. Otra de las vías de entrada que tiene la droga, confirma Torres, es a través de los propios internos que vuelven de permiso penitenciario. A éstos, explica Torres, “siempre se les registra y normalmente, se les hace alguna prueba para comprobar si han consumido o no mientras han estado fuera”.

Sin embargo, una de las dificultades que se encuentran los funcionarios cuando sospechan que alguno de los reclusos que regresan de permiso puede llevar alguna sustancia en su cuerpo para distribuirla entre la población penitenciaria, es que aunque podrían hacerle una radiografía para comprobarlo, asegura Cesar, “no siempre es fácil conseguir que el juez que debe autorizarlo dé su permiso. Estamos muy limitados para detectar la entrada”.



Trapicheo a cambio de especias

Una vez dentro de prisión la distribución de la droga entre los presos es muy similar a cómo se haría en la calle. En el interior de la prisión existen varios reclusos, los camellos, que se valen de otros para repartirla por los compradores habituales. Los primeros suele ser personas que ya traficaban en la calle antes de entrar en prisión y que llevan tiempo viviendo de ello. En este caso, asegura César Torres, cuando los funcionarios detectan que un recluso mueve más droga de la cuenta intentan controlarlo. Si bien, “esta gente siempre acaba creando mafias y terminamos por trasladarlos de prisión”.

Para éstos, el pago más valorado es el que se hace en dinero metálico. Sin embargo, por lo general, lo que se intercambian son especias como tabaco, prendas de vestir, comida o un televisor. “Todo depende de la cantidad y del tipo de sustancia que se esté comprando”, asegura.

Por otro lado, están los reclusos que se encargan del trapicheo y la distribución. Son gente que no tiene recursos fuera, que necesitan dinero para comprar tabaco en prisión y a los que no les importa que les paguen en especias. Entre ellos, es muy común el tráfico de psicofármacos o ansiolíticos que muchos reciben como tratamiento psiquiátrico que luego venden entre sus compañeros de módulo. Por ello, asegura Torres, “el control sobre la distribución de medicinas en prisión es tan fuerte. Ellos saben perfectamente qué les coloca y cómo conseguirlo”.



La lucha contra la droga

Al igual que ocurre en la calle, todas las fuentes coinciden en que la droga sólo trae problemas, deudas y peleas que, como asegura Torres, “tendremos que solucionar el escaso número de funcionarios que trabajamos allí”.

De hecho, aunque cada quince días la prisión hace controles de dopaje a los recluso de forma aleatoria para controlar el consumo, cuando los funcionarios detectan que alguno de ellos ha consumido algo surge el enfrentamiento. “Tenemos que cachearlo, se niega y vivimos situaciones desagradables y de peligro”, asegura. Los efectos de la droga en los reclusos han llegado a provocar situaciones tan tensas como la que recuerda Torres. “He visto a un grupo de reclusos que habían consumido pastillas a bandejazo limpio en el comedor”, asegura.

Entre las fuentes hay quien piensa que, en cierto modo, a Instituciones Penitenciarias le interesa que la droga circule dentro de sus prisiones pues, para los profesionales que allí trabajan, “sería difícil tener a dos mil personas en una cárcel con el síndrome de abstinencia, así la gente está tranquila”, apunta Valentín Aguilar.

La opinión del delegado sindical de CSI-CSIF es bien distinta. Para él, Instituciones Penitenciarias hace “todo lo que puede para evitar el consumo de sustancias en prisión” aunque, admite, “si contáramos con mayor número de personal podríamos hacer mucho más”.

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lacalledecordoba