20 noviembre 2005

La cárcel de la esperanza

En un pedazo de una prisión española es posible cambiar de vida y dar un primer paso hacia la reinserción. En la Unidad Terapéutica de Villabona (Asturias), 300 presos luchan por salir adelante apoyados por 60 funcionarios voluntarios. Setenta y dos horas en esta cárcel libre de droga y violencia.

JESÚS RODRÍGUEZ


Hace unos meses, un funcionario de prisiones se encontró durante una visita a la penitenciaría de Villabona (Asturias) con un viejo conocido: David Castillo, el preso canario que le agredió en 2002 a punta de cuchillo. David tiene 28 años. Lleva encerrado, con breves periodos de libertad, desde los 18. “Entré en prisión por robar unos tenis”. Ahí empezó su ascensión. La cárcel ha sido su escuela de delincuencia. “Al poco tiempo sabía abrir coches y reventar cajas fuertes”. Comenzó a traficar con heroína. Él no consumía. Sólo apretaba las tuercas. Un tipo duro. Respetado. Inteligente. Un kie (líder carcelario). Inquilino habitual de las celdas de aislamiento.
Un día de 2003, David llegó a Villabona desde la prisión de Cádiz. Era su última oportunidad. En el penal de El Puerto, la muerte le aguardaba en cada esquina. “Pedí el traslado con la idea de fugarme. Cuando llegué al módulo 2, lo primero que vi fue una pecera con peces de colores. Aquello ya me descolocó. Y me vinieron a recibir cinco internos, dos chicos y tres chavalas. Y me cachearon por si llevaba droga. No entendía nada. Sobre todo, los peces. Porque en la cárcel no hay peces. Me dijeron que probara. No tenía nada que perder. Y me quedé”.


David intuyó un leve resquicio en este módulo 2. Comenzó a repasar su vida. A fuego lento. Primero tuvo que romper su armadura de presidiario. Su afianzada imagen de matón patibulario: “Aquí no me valía de nada; nadie me iba a atacar”. Tenía que aprender a confiar en los demás. “Y de pronto despiertas de un sueño muy largo y te das cuenta de lo que ha sido tu vida; te destroza ver en qué te has convertido. Las pasas putas. No es un camino de rosas. Pero también descubres que todavía tienes una posibilidad y que hay gente dispuesta a ayudarte”. David Castillo sabe que tiene un largo camino que recorrer. “Soy un fracasado que debe aprender a vivir de nuevo. Pero estoy más feliz que nunca”.


Por eso, cuando aquella mañana su mirada se cruzó en Villabona con la del funcionario de prisiones que estuvo a punto de apuñalar tres años antes, se acercó y le dijo con su cara de buen chico: “Lo siento”. Y se fundieron en un abrazo.


Carl Bernstein, uno de los reporteros que investigaron el asunto Watergate, suele decir que los periodistas siempre creen que son ellos los que dominan las historias, cuando, en realidad, las historias siempre terminan dominando a los periodistas. Esa tesis podría aplicarse a este reportaje sobre la Unidad Terapéutica y Educativa (UTE) de la cárcel de Villabona, un micromundo formado por 300 internos, 30 de ellos mujeres, y 60 funcionarios y funcionarias. Según relata un amplio dossier (remitido por los responsables de la cárcel antes de iniciar este viaje a Asturias), la UTE es un proyecto que nació hace más de diez años con el objetivo de crear en el corazón de esta prisión un espacio libre de drogas y de la terrible cultura carcelaria. Un lugar, cogestionado por presos y carceleros, donde un interno, con esfuerzo y disciplina (mucho esfuerzo y mucha disciplina), pudiera abandonar su adicción y encontrar una salida. Un primer paso en el camino de la reinserción.


Eso, sobre el papel. Porque cuando uno por fin atraviesa las sombrías puertas blindadas de esta prisión asturiana, entrega su carné y su móvil, cruza los mugrientos locutorios, asciende por sus interminables y desnudos corredores, y se planta, con cierto desasosiego, ante la puerta enrejada que da acceso al módulo 2, no las tiene todas consigo. “Esto es la cárcel. Los que están aquí, seguramente se lo merecen. ¿A quién le importa lo que pase aquí dentro? Lo más seguro es que esta unidad sea un experimento de salón; apto para unos pocos y teledirigidos presos de confianza. En la cárcel es imposible cambiar. Y Villabona no tiene por qué ser una excepción”. Esas ideas cruzan la mente como relámpagos en el umbral de la UTE. Quizá sea el miedo. Porque la cárcel da mucho miedo.


Pero cuando diez minutos más tarde te dejan solo (completamente solo) con 40 internas e internos… Que no son hermanas de la caridad, sino yonquis, atracadores, narcotraficantes; gente con delitos de sangre; algunos con 20 años de cárcel sobre sus hombros. Gente machacada. Con pasado y sin futuro. Que han visto acuchillar “por una pava de cigarrillo”. Que han contemplado “a los internos a la puerta de los retretes aguardando para chutarse con la misma jeringuilla”. Lázaro, en la cárcel desde 1983; Santi, politoxicómano desde chaval; Carlos, un narco que dio con los huesos en la cárcel junto a su mujer; Pablo, que ya entró en el reformatorio a los 16; Vanessa, prostituta y traficante a la que nunca nadie quiso; Baltasar, que coincidió aquí con sus dos hermanas, también traficantes. Y así una historia tras otra.


Y ninguno oculta nada. Y todos hablan con franqueza, con un discurso bien elaborado. Sin interrumpirse. Asumiendo su pasado, sus errores y adicciones. Y descubren sus inmensas y contagiosas ganas de salir adelante, de comenzar de nuevo. Y repiten las palabras respeto, cariño, amistad, disciplina, educación, civismo. Y se besan y se abrazan, “algo que nos parecía de maricas”. Y también hay críticas a la sociedad: “Cerráis la puerta y os olvidáis de nosotros”. Y al periodista: “¿Le extraña que convivamos con mujeres? ¿Qué se ha creído? Nosotros también tuvimos una pandilla, una novia. No somos monstruos”. Y por fin, después de unas horas de conversación, cuando las lágrimas acuden a sus ojos y a los tuyos, comprendes que la historia ha empezado a dominarte.


Y cuando unas horas más tarde compartes esas mismas viejas sillas de plástico con los otros protagonistas de esta historia, los funcionarios y funcionarias: Roberto, Juan, Esteban, José Luis, Manolo, Juan Luis, Chema, Jazmín; lejos del siniestro tópico del carcelero; que hablan con ilusión de su trabajo; que opinan que es posible reinsertar a esta gente; que si un interno cae, lo sienten como un fracaso propio, y cuando uno de sus presos ha quebrantado la condena, han salido a buscarle a la calle; que afirman que su vida ha cambiado en esta unidad, entonces Villabona te engancha un poco más.


Como enganchó a estos profesionales. Ninguno es vocacional. La cárcel fue una salida laboral. Muchos no creían en la reinserción. Eran tan duros como los internos. Siempre ha sido así. Depresiones, suicidios, 1.000 agredidos por los presos en los últimos años en las cárceles de España. Gente machacada dentro y fuera de estos muros.


“Hemos evolucionado al mismo ritmo que los internos”, dicen. “El primer proceso mental es aprender a confiar en ellos; si no confías, nunca confiarán en ti”. “Aquí te terminas enfrentando a ti mismo, te haces tu propia terapia. No puedes hablarles de respeto, colaboración, diálogo, amor, honestidad…, y no aplicártelo”.


–¿Qué relación se establece? ¿Son guardianes, terapeutas, compañeros?


–Es difícil definirlo. Podemos ser hasta amigos. Aquí nos olvidamos del sitio que tenemos asignado cada uno. Cuando eres tutor de un grupo de 15 personas llegas a tener tanta información de ellos (han salido abusos infantiles que sufrieron de niños y nunca habían compartido con nadie) que ya no sabes lo que eres. Dejas de tener un horario de ocho a tres y te llevas el problema a casa. Y esto te hace ser más positivo. Y más vulnerable.


En mitad de esta conversación, un preso nos urge a salir al patio. “Van a ver algo que no encontrarán en ninguna otra cárcel”. Un interno y un funcionario comparten sol, banco y charla. Son altos, delgados y de la misma generación. Hay una sonrisa cómplice en su rostro.


Entrar a formar parte de la Unidad Terapéutica y Educativa de Villabona supone, para presos y carceleros, renunciar a sus clásicos papeles. Romper. La palabra que aquí más se repite. Cuando un interno cruza el umbral de este módulo se convierte en un indeseable a los ojos del resto de los inquilinos de la cárcel. Aunque antes haya sido un primer grado, ahora es una vulgar perrilla, una chivata. “Un amigo de los guardias”. Pedro el Vaca, un antiguo kie que ya ha cumplido condena, recuerda el día que decomisó un chino de heroína a un recién llegado al módulo. “El muchacho no daba crédito. Pensaba que me había vuelto majara. ‘Vaca, ¿pero qué te han hecho?’, me dijo. ‘Ya no puedes salir a otro módulo. Te matan”.


Los funcionarios no corren mejor suerte entre su colectivo: “Hay muchos compañeros que no entienden nuestro trabajo. Creen que a un preso no le puedes dar la mano. Que sólo sirve para que pierdas autoridad”. “Algunos nos ven como una secta; nos llaman el lado oscuro y el grupo rosa”. “Hay compañeros que llevan nueve años sin hablarme”.


No es el caso del nuevo director de esta prisión, José Carlos Díez de la Varga, un tipo grande y entrañable, en sintonía con el proyecto de la UTE: “En la cárcel, los milagros no están previstos. No entran por una puerta por delinquir y salen por la otra como ciudadanos intachables. Hay que intervenir en su vida y en el espacio en el que viven. La reincidencia tiene mucho que ver con el trabajo que hagamos aquí. Y si no tratas el problema que les ha traído, saldrán resentidos. Y volverán. Yo estoy aquí única y exclusivamente para impulsar esta unidad. Para tirar del carro. Y que no vuelvan”.

Aún hay una última prueba de fuego antes de quedar rendido ante el trabajo de la unidad. Comparar. ¿Cómo es un módulo normal de esta misma cárcel? Mejor dicho, ¿cómo es la cárcel? Porque lo que hemos visto hasta ahora, los tres módulos (1, 2 y 4) que constituyen la Unidad Terapéutica y Educativa, recuerdan a un colegio mayor. Gente joven en continuo movimiento, chicas que vienen de hacer aeróbic, internos que se reparten por los distintos talleres. Que van al huerto, a la escuela, a las reuniones de los grupos. No hay barreras físicas entre los presos y los funcionarios. El cuarto de los vigilantes, en otros módulos atrincherado tras cristales blindados, está abierto. La única separación entre hombres y mujeres es a la hora de dormir.


Las instalaciones son elementales, pero acogedoras. Todo está limpio. No hay una colilla. El que tire algo al suelo se puede llevar un chorreo de sus compañeros. La higiene es norma básica. Por contrato están obligados a ducharse y lavar la ropa interior a diario; si no, se exponen a que les pongan de guarros en una reunión de su grupo. O a que Jazmín, una de las funcionarias más combativas, les lleve de la oreja a la ducha.


Los barrotes, pintados de colores y adornados con macetas; los bancos, barnizados e impecables. Hay muebles y cuadros hechos por los presos. El patio –que Lázaro Blanco, de 43 años, desde los 20 en prisión, define como “la esencia de la cárcel; ahí no entra nadie, no entran ni los funcionarios; ahí gobiernan las mafias”–, aquí está reluciente y con flores. A última hora de la tarde, a la hora del recuento, aquí se canta el Feliz en tu día a los presos que cumplen años y se guarda un minuto de silencio cuando muere un familiar.


Hay tan buen rollo que uno tiene que esforzarse en recordar que esto no es la Ciudad de los Muchachos. Y para eso hay que adentrarse en las celdas. Aseadas, dignas…, pero celdas. Estrechas, oscuras, sofocantes. Que cada noche se cierran con un estruendo metálico. Dejando al interno a solas con su condena. No se equivoquen, esto es la cárcel.


Pero hay una cárcel mucho peor. Y está a unos metros. En el módulo 7, uno se sumerge en la cárcel de verdad. Nada más entrar se tiene la sensación de que aquí, de pronto, se ha puesto el sol. Los funcionarios permanecen aislados en su burbuja blindada. Todo tiene un tono ceniciento. Escoltados por dos fornidos profesionales, que no paran de mirar por el rabillo del ojo mientras repiten: “No os preocupéis, que no pasa nada”, recorremos un espacio gemelo a la UTE, pero denso, descuidado, sucio. La atmósfera es asfixiante por los cigarrillos; el suelo está sembrado de colillas y vasos de plástico; las alambradas, cubiertas de porquería. No hay muebles. Ni talleres. Ni nada susceptible de convertirse en un arma. En todas las esquinas se juega a las cartas. “En el baño, mejor que no entre”.


Lo que más impresiona es la expresión de la gente. Miradas de desconfianza y desprecio. Es su territorio. Aquí no pintamos nada. Miradas empañadas por la droga. Entre los funcionarios, se baraja la cifra de un 80% de internos con toxicomanías en las cárceles españolas. Más del 70% de los delitos contra la propiedad son consecuencia de esas toxicomanías. La cárcel, que empezó siendo el imperio de la heroína, ha mutado hoy al terreno de la coca, las pastillas y la quetamina. Hay una nueva generación de presos. Sea cual sea, aquí la droga es la trampa. La que alimenta a las mafias. La que da poder. Por ella se muere y se mata. Un funcionario hace una seña a un interno: “Oye, chaval, ¿aquí hay droga?”. El preso, amarillento, muy colocado, responde babeante: “Nada de nada, señor”.


Ésta es la cárcel que se propusieron eliminar por su cuenta y riesgo hace 25 años dos funcionarios novatos: Begoña Longoria y Faustino García Zapico. La UTE de Villabona es obra de ellos. Una década de trabajo. Hoy tienen 50 años. Y siguen luchando.


Tino Zapico siempre quiso hacer la revolución. Primero fue la lucha contra el franquismo; más tarde, la militancia en el movimiento obrero. En 1980 ingresó en el Cuerpo de Prisiones. Fue destinado a la cárcel Modelo de Barcelona. En aquella prisión, donde los presos vivían mezclados y hacinados y en la que la democracia nunca traspasó sus muros, conoció a Begoña, asturiana como él. Comenzaron a trabajar con menores. Asistieron al nacimiento de un nuevo perfil de preso: el toxicómano. “A finales de los setenta, la droga se convirtió en la gran dinamizadora de la subcultura carcelaria. Nos hartamos de ver a chicos con menos de 20 años chutándose en el patio; tirados, enfermos, sin salida. Y a las mafias organizando la introducción, la distribución y la extorsión de la droga”. Begoña y Tino se propusieron crear algún día una alternativa a esa cloaca.


“Y pasaba por acabar con la droga. Para eso necesitábamos un espacio aislado del resto. Tú puedes trabajar con un interno, educarle y obtener resultados; pero cuando te vas a casa, si le dejas en un módulo repleto de mafia y heroína, vuelve a caer. Si intervienes en el individuo y no intervienes en el medio, no sirve de nada. Nuestra idea era disponer de un espacio propio y que fueran los internos los que lucharan para que no entrara la droga. Era su espacio. Y si ellos no lo defendían, nuestra apuesta no tendría sentido”.


Tino y Begoña tuvieron su ocasión en 1993, cuando fueron destinados a la recién construida cárcel de Villabona. Allí, en el módulo 2, sin ayuda oficial ni especialistas, fueron creando el modelo de cárcel que habían soñado. En el que podrían ejecutar su tratamiento. Pocos creían en ellos. Ni la dirección, ni sus propios compañeros. “Tocábamos los cojones con nuestros planteamientos, pero nos dejaban hacer”. “El secreto era implicar a los internos. Sabíamos que sólo funcionaría si se responsabilizaban, si denunciaban al que metiera droga. La clave era que cogestionáramos el módulo”. Empezaron con 60 internos. Se les unió Roberto, un funcionario grande en todos los sentidos. Pronto, 18 vigilantes voluntarios más. Y los maestros, con Nacho al frente, dispuesto a construir su “escuela de vida”. Hoy, Faustino Zapico afirma que un 25% de los presos que han pasado por la UTE está reinsertado y un 70% no ha reincidido. “Y gracias a la Fiscalía Antidroga de Asturias hemos logrado que se reduzcan condenas, y hemos excarcelado a más gente en dirección a grupos terapéuticos del exterior de la cárcel que todas las prisiones de Madrid”.


–¿Cómo reclutaron a los primeros internos?


–Tratándoles como personas. Y dándoles algo a cambio. El interno viene por interés. Les ofrecíamos algún vis a vis especial. Y ellos se comprometían a consumir menos.


Habían lanzado el anzuelo. Los internos confiesan que llegaron a la UTE con la intención de sacar algo en limpio. No eran presos sumisos. Eran toxicómanos. Incorregibles procedentes del módulo de aislamiento. Buscaban calidad de vida y beneficios penitenciarios. Algunos estaban muy enfermos de sida, como Isaac, que hoy se encarga de la escuela de salud del módulo: “Tengo anticuerpos desde 1989, y hepatitis. Cuando vinieron a buscarme a la enfermería estaba para morirme; había tenido meningitis y tuberculosis. Llevaba desde chaval chutándome. A mí me salvaron de la muerte. Y hoy mi motivación es rescatar a gente que está como estaba yo. Esta enfermedad es muy psicológica: si tú te deprimes, tu sistema inmunológico se deprime. Hay que pensar en positivo, y ayudar a la gente con sida te hace sentir positivo”. Ramón, de 40 años, 23 en la cárcel, trabaja a su lado. “En otros módulos te llaman sidoso, se apartan de ti. Yo he estado tirado en los patios de la mitad de las cárceles de España. Y aquí los compañeros se ocupan de ti. Te recuerdan cuándo tienes que tomar los retrovirales, te buscan la mejor ración si estás mal del estómago. En este módulo todos somos iguales”.


Cada uno llegó por un motivo. David venía con la idea de fugarse; Carlos, la de desengancharse “y seguir traficando, porque si traficas y no te metes, te haces de oro. Lo que pasa es que esto es un proceso. Al principio no te crees nada. Piensas en dejar la droga, pero darte una fiesta de vez en cuando y trapichear un poco; pero luego hay un compromiso con la gente; te sube la autoestima, comienzas a confiar en ti y otros también confían en ti. Y no les quieres defraudar. Hasta que decides romper. Y te cuesta muchas lágrimas. Lo importante es cambiar, no los motivos por los que vienes aquí”.


El módulo 2 proclamaba en 1994 su independencia como espacio libre de drogas. “Yo lo defino como un movimiento de liberación dentro de la cárcel, protagonizado por los presos y los vigilantes”. ¿De dónde sacaron Tino y Begoña este modelo? No hay modelo. No hay un diseño previo. Ni dentro, ni fuera de nuestro país. Y menos aún con presos conflictivos. El procedimiento fue brotando día a día. Luego comenzaron a agotar etapas. En 1998, cuatro internas que ya trabajaban en el módulo 2 fueron invitadas a quedarse. Hoy ya son 30 mujeres. Ese mismo año liberaban el módulo 1. En marzo de este año se hacían con el módulo 4. Ahora ya están trabajando en el módulo 3. Esperan que esté listo a lo largo de 2006. El día que lo consigan, la cuarta parte de la prisión de Villabona estará libre de drogas. Y de la ley del silencio.


La liberación del módulo 4 tiene un enorme valor añadido: en él había internos condenados por delitos sexuales. Los seres más despreciados en una cárcel. En su particular código de honor sólo merecen el desprecio y la muerte. No hay que olvidar las 113 puñaladas que le propinaron a José Antonio Rodríguez Vega, “el asesino de ancianas”, sus propios compañeros en el patio de la cárcel de Topas (Salamanca) en octubre de 2002. Nadie vio nada. “Convivir con violadores no ha sido fácil, al principio nos repugnaba”, recuerda Esteban, uno de los presos que liberaron el módulo 4. “Yo tengo mujer e hijas, y no podía ni verles. Pero luego piensas que detrás del delito hay una persona. Y que también merecen que les ayudemos”.


Dentro del no-diseño de la unidad, la pieza clave es el grupo terapéutico. Compuesto por 15 internos, es el centro de su vida. Su ración diaria de cariño. Algo que muchos nunca han tenido. “A la mayoría sólo les han dado hostias desde que nacieron”, afirma Faustino. En cada grupo, con un vigilante que hace las funciones de tutor y varios internos veteranos que actúan de apoyos, el preso vive, comparte sus problemas y es escuchado. Nada más llegar escribe una carta de presentación al resto narrándoles su vida. En el grupo también es amonestado cuando se pasa de la raya. Sin contemplaciones.


Lo que ocurre a menudo. En la UTE, la vida no es fácil. No es sólo romper con el pasado. “Mirarte al espejo y darte cuenta de que no te gusta lo que ves”. Es comprometerse a cumplir las normas. Las que nunca cumplieron fuera. Es gente acostumbrada a saltarse las leyes. Y aquí no todos aguantan. Un horario estricto en el que todo está medido: el trabajo, el ejercicio, la escuela, el grupo de autoayuda. La limpieza, la educación, la sinceridad. Las comunicaciones. Algunos tienen prohibido hablar con sus familias si suponen un mal ejemplo para su terapia. Ni con su pareja. El dinero les está controlado. Y la medicación. Un conjunto de leyes que los veteranos entregan a los aspirantes en el momento de su ingreso al módulo, y que deben firmar. Si las incumplen pueden ser expulsados. Una decisión que es tomada entre los profesionales y los internos.


¿Tiene puntos débiles el proyecto de la Unidad Terapéutica y Educativa? Los detractores hablan del personalismo de Faustino García Zapico. De su falta de base metodológica, de haber dado alas a vigilantes como si fueran terapeutas saltándose el escalafón. Y la burocracia. También está en la cabeza de todos que las mafias se hagan con el control de la UTE y todo el proyecto se desplome como un castillo de naipes. Faustino no oculta que estuvo a punto de ocurrir a principios de este mismo año: “Un narcotraficante llegó a convertirse en una persona de nuestra total confianza. Nos engañó. Y contaminó y arrastró a gente. Pero al final, el sistema funcionó: sus propios compañeros le denunciaron y expulsaron”.


Hoy, 20 meses después del cambio de Gobierno, el viento parece soplar a favor de la Unidad Terapéutica y Educativa. En los últimos meses, funcionarios de las prisiones de Madrid VI, Alicante II y A Lama (Pontevedra) han visitado Villabona para reproducir su proyecto en sus cárceles. Desde Instituciones Penitencias confirman el apoyo de la directora general, Carmen Gallizo, a la iniciativa de Villabona.


Pero aún queda una pregunta en el aire: ¿qué pasará con Baltasar, Liliana, Fredy, Andrés, Pilar, Nemesio, Julián y los otros cuando abandonen esta burbuja, cuando salgan a la calle? Faustino responde: “A los que valen, a los que se lo han trabajado, nunca les dejaremos solos. Vamos a estar detrás de ellos para que salgan adelante”.


Un ejemplo es Carlos, que cada mañana abandona la cárcel junto a cuatro compañeros para asistir a las clases de la Fundación Laboral de la Construcción, a las afueras de Oviedo, donde aprende un oficio para el día de su excarcelación. Es también una buena ocasión para enfrentarse a la realidad del exterior: “Imagine cómo nos sentimos cuando los compañeros de la fundación, con toda su buena intención, nos ofrecen un porrito, una caña, o se ponen a hacer planes para el fin de semana. Y tú te tienes que volver a la cárcel”.


Carlos tiene 45 años. Lleva 24 en la cárcel. Estuvo nueve años en celdas de aislamiento. Rodeado de etarras, islamistas y asesinos. Secuestró a funcionarios. Se automutiló. Era un líder. Pero en dirección contraria. “He luchado contra el sistema, pero siempre con las armas equivocadas. Llegué a la unidad para pillar. Como el que echa una quiniela. Esto me parecía un circo. ¿De qué van? Desmontarme mi historia me costó más de un año. Tenía una armadura muy gorda de desconfianza. No entraba en crisis. Me callaba lo que debía soltar. No me abría. En una de ésas le pegué un cabezazo a una ventana. Y ahí empecé a mirarme a mí mismo. Vi que mi imagen de duro sólo servía para ocultar la mierda que era. Tuve que empezar de cero. Romper el rechazo que me inspiraban los carceleros. Se te van cayendo barreras y un día decides rehacer tu vida”.


–¿Cómo ve el futuro? ¿Tiene miedo a salir a la calle?


–Ya no. Tengo ganas. Quiero tomar las riendas de mi vida. Enfrentarme a las responsabilidades que nunca he tenido. Yo tenía mentalidad de delincuente, y ahora valoro cosas que antes ni me daba cuenta. Vivir el día a día, disfrutar lo pequeño, no ser esclavo de nada. Me tumbo debajo de un árbol, cierro los ojos, acaricio la hierba, y me emociono. Son 24 años de cárcel.


Reunidos en una parroquia de Oviedo, como los opositores durante el franquismo, una docena de antiguos internos del módulo 2, Carmen, Juan Carlos, Pilar, Jaime, Hidalgo, Alberto…, reinsertados, con trabajo e hijos, constatan que la vida en la calle no ha sido fácil. “Somos toxicómanos y ex presidiarios, y la sociedad para nosotros es como el monte para un pez; tenemos que aprender todo de nuevo”. “Mi vida era la noche, las prostitutas y los traficantes. A la hora que voy a la obra, antes me acostaba después de una juerga”. Pedro era todo un personaje entre el hampa asturiana. Boxeador, proxeneta, narcotraficante. Simpático. Un as con las mujeres. Un tipo respetado en los bajos fondos. “Pero estaba vacío. Intenté suicidarme varias veces. Me ponía hasta arriba. Tenía todas las adicciones. Mi destino era el cementerio”. Acabó en la cárcel. En el módulo 2, Pedro lloró y rabió. Hasta que explotó. “Si no fuera por la caña que me dio Tino, me hubiera acomodado y no hubiera reventado. Me llevó hasta el límite. ‘¡Pégame una hostia si quieres!’, me decía. Y yo quería embestir contra la pared. Hasta que lo conseguí.


–¿Y ahora?


–Soy feliz. Como un niño. Trabajo en la construcción y no tengo ni para comprarme un coche, pero vale la pena. Me he dado cuenta de lo que cuesta ganar el dinero. Y lo cojonudo que es tener 100 euros para gastar. No desperdicio ni un céntimo. Me acuerdo cuando iba de marcha, abría el maletero del BMW y sacaba fajos de dinero, y no sabía ni lo que había. Dinero sucio. Ahora me he comprado una tele y la tengo que pagar en tres plazos. ¡Es mi televisión! Y me siento delante de ella y lloro de felicidad. Por primera vez en mi vida soy feliz”.

Es una noticia de: